Su caminar desenfrenado y sin cadencia definida,
en sí
mismo, entrañaba un mensaje:
“No acepto tonteras”
Llamaba la atención, más que por el atuendo, por su mirada
de aterciopelado acero. Invariablemente tenía las manos ocupadas con libros, periódicos
o su inseparable libreta. Lo que le permitía tomar notas de tanto en tanto sin
que le fuese necesario detener su andar para garabatear trazos de ideas,
ecuaciones o proyectos informes e ininteligibles.
El celular, cuando recordaba cargarlo, era una verdadera
lástima de maltratos y pantalla ciega.
Lo más encantador de su presencia era su risa franca,
abierta o lasciva… que podía desencajar al mejor plantado.
Algún humano, con exceso de feromonas y autoestima, intentó
cortejarla para terminar con el escroto estrujado y exorcizado de malos
pensamientos. Al tiempo que se escuchaban las palabras: “¿Decías algo…?”
Era un deleite ver a esos Quijotes novatos queriendo seducir
a esta afilada Aldonza mientras caminaba de un extremo a otro del bachillerato.
Todos ellos invariablemente terminaban con el rostro enrojecido y andando muy,
muy despacio.
No creo que jamás usara una falda. Mucho menos un vestido.
Sin embargo, apareció un mozalbete que no conocía de
apariencias ni de cotilleos escolares. Creo que jamás se miraron a los ojos,
sino hasta que una tarde de laboratorio, él le cedió el paso en una puerta.
No intercambiaron, ni palabras ni miradas.
La mayoría nos quedamos esperando que él tomara la
iniciativa para deleitarnos en verlo caer redondo por el puño de ella. Sin
embargo, para él… era una de tantos.
Ese detalle fue importante, como después nos dimos cuenta,
para derrumbar tantas defensas y barreras que ella levantara en torno suyo.
Pasaron los meses y los pequeños detalles, algunos apenas
perceptibles, se fueron sucediendo dejándonos bien claro que no entendíamos un
cacahuate a las mujeres.
Terminado el semestre, cada cual se fue a donde le permitieron
sus propias circunstancias: Unos a la playa, otros a las plazas y algunos más,
a trabajos de verano. Ni quien pensara en algo que se relacionara con la
escuela.
Muchos de nosotros regresamos más desgarbados, con dos o
tres centímetros de vejez encima y las feromonas danzando en una demencial ensalada.
Ahí estaba nuestra Aldonza… y ¿el mozalbete? Apareció tres
días después.
Saltaba a la vista que nada había cambiado.
Una mañana, mientras caminaba de un salón a otro inmersa en
sus pensamientos y apuntes, él se detuvo frente a ella.
Se miraron por unos segundos.
- ¿Qué quieres? Le dijo con toda la acritud posible.
- ¿Es una pregunta?
- No… ¡es un saludo, imbécil! Se burló despiadadamente.
Todos nos detuvimos esperando ver una masacre testicular.
Pobre tonto, lo dejará cantando como un castrato… pensamos inmediatamente.
- Entonces es una afirmación.
- ¿A qué te refieres…?
- Me preguntas qué quiero… y en la pregunta está la
respuesta.
- Pero… ¿qué demonios estás…?
- Te quiero a ti.
Ella lo miró por un instante. Dio un paso hacia la derecha y
caminó de frente.
Algo estaba mal… algo no encajaba en el paradigma, puesto
que ella sonreía.
Él siguió caminando de largo y volteó al mismo tiempo que
ella para intercambiar un ligero asentimiento.
Todos sonreímos y seguimos nuestra jornada sin decir nada.
Flechados son.
Jorge de Córdoba